“Corredores que no tienen fin porque los multiplicó con la imaginación alguien que jamás los recorrió. No supo ser feliz. Es el mismo que inventó el tiempo y el espacio, para luego llegar a la idea del yo” (Roberto)
Un hombre tararea un tango sentado con las piernas cruzadas, en un fondín de caras largas. Recuerda con una sonrisa las interminables noches, el billar y las llaves de aquel bulín que siempre llegaban a sus manos con una advertencia. Nadie lo mira, todos están pendientes de la vorágine que lustra el empedrado de la avenida Brasil. Charlan poco, cada vez menos.
Pasa Milena por la vereda y las profecías, esos anhelos de ver sus pasos en calles que ya no son las mismas, se dejan a un lado. Llega el silencio, y el arrabal vuelve a ser la calma, el juego de miradas, la pasión envuelta en poesía y una terca pero necesaria esperanza de amor.
Roberto mira sus cartas, y con un gesto de disgusto levanta la vista. Sabe que todo volverá, todo ese ayer en cuestión de segundos. Sabe que la risa dejará atrás el bandoneón que no pudo tener, el traje a medida, el sombrero y el beso de esa mujer que con paso firme iluminaba la barriada.
Nadie sospecha, ni siquiera el mismo Roberto, que el azar (que siempre implica otro azar) se mueve de manera torpe pero precisa, como el caballo de marfil.
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